El otro día me llamó la atención ver en una esquina a una madre con su hija de 4-5 años, esperando a que el semáforo se pusiera en verde para ellas y pudieran cruzar, y al costado junto a ellas (pero no con ellas), un hombre en silla de ruedas. La nena se le quedaba mirando, y la madre, ya el semáforo en verde, tiraba de su brazo, pero la nena seguía obsesionada mirando al hombre en silla de ruedas.
Me hizo recordar a unos (bastantes) años atrás en que fui a Tandil con familiares (hermana, su esposo de entonces, hijo e hija, es decir, mis sobrinos), y nos alojamos en una casa donde también se encontraban de vacaciones una familia amiga de ellos. Como mi cuñado tenía “negocios” en un campo cercano de ahí, usualmente íbamos para pasar el día (cabalgando, comiendo asado, como fuera). Quienes cuidaban el campo tenían un hijo, que se encontraba en silla de ruedas, por alguna enfermedad (hidrocefalia, creo) que padecía desde su nacimiento y que por su hábitat rural y no haber vivido en una ciudad, donde hubiera tenido acceso a mejores tratamientos, no pudo solucionar.
La familia amiga tenía un hijo, también de unos cinco años, que eventualmente le hizo la pregunta a mi hermana: “Cuándo se va a levantar el chico de la silla de ruedas?”. Una pregunta que enternece (y entristece) por lo inocente. Y lo que vi en esa esquina esa mañana me trajo a colación este recuerdo porque esencialmente fue la misma situación: dos niños que no podían entender que una persona se quedara sin piernas, que no las pudiera usar; tanto como les debe ser muy difícil lidiar con la muerte, comprender que algo que antes estaba ya no está más.
Y creo que en ese momento ambos chicos se enfrentaron a la cruda realidad de la vida, e iniciaron el tortuoso camino de la pérdida completa de la inocencia. (fah).