Escrito por Rolando Hanglin para La Nación, visto en el Facebook (pero tengo el tweet :P) de Ismael Briasco. Posteo motivado porque ayer le di 0.25$ a un trapito y… me la tiró por la cabeza. Sé que fui un miserable, pero a) no tenía ninguna otra moneda encima (no le iba a dar un billete, porque era de 10$ y además era el único que tenía :D), b) el tipo en ningún momento me “ofreció” cuidármelo porque, de hecho, c), no estaba cuando yo llegué.
A las seis de la mañana, escuchando la eufórica carcajada de los horneros, con un sol ya picante en la madrugada fresca, el señor Fernández sube a su auto en Ramos Mejía Norte, cerca de la antigua Avenida Gaona, hoy Acceso Oeste. Dispone de un pequeño garage, donde los chicos guardan también un triciclo y una bicicleta con rueditas auxiliares, más que nada para colocar estos bienes lejos de la mirada de los ladrones, que podrían tentarse al ver semejante botín desguarnecido, incluyendo las sábanas tendidas en la soga del patio. Por lo demás, el candadito del garage no resistiría dos o tres empujones decididos.
Parte el señor Fernández, la radio encendida, el alma llena de proyectos optimistas. No es el suyo un coche importante: apenas un Corsa de segunda mano. Pero se encuentra en buen estado y es un auto digno, de sobrio color azul marino, que Fernández está pagando en cuotas desde el año pasado. Al cabo de veinte años como visitador médico especializado en insumos de ortodoncia, se siente recompensado por ese vehículo que representa, de algún modo, su salida del proletariado peatonal.
Al llegar al cruce, Fernández frena respetando la luz roja. Se le acercan dos muchachos de uniforme con unos papeles.
– Somos de los bomberos, jefe. Se nos fundió la autobomba. Ponga un mango, jefe.
– ¿A qué bomberos pertenecen ustedes?
– ¡A los bomberos, maestro! ¿No sabe lo que son los bomberos! ¡Somos los que apagamos los incendios, somos!
El segundo uniformado, más ceremonioso, se acerca con una sonrisa.
– Es un pesito, papá. Mirá la rifa que tenemos: te ganás un departamento en Mar del Plata, una camioneta cuatro por cuatro, un televisor plasma. ¡Cien mangos sale la rifa!
– ¿Cien pesos?
– Sí mi amor. Dame la dirección que tenemo que pasar a cobrarte todos los meses. Son doce cuotas de cien pesitos. ¡Pero mirá los premios que tenés! Es posta posta. Dale, dictame la direción…¿Qué calle es?
– ¡No, no puedo! Perdón, muchachos, tengo que seguir…
Fernández arranca precipitadamente. El bombero (?) que se había apoyado contra la ventanilla, algo fastidiado por la maniobra brusca, se queda protestando.
– ¡Epa che! ¿Qué hacés? ¡Tené cuidado!
– ¡Asesino! – agrega el otro.
– ¡Dios quiera que no se te queme la casa! ¡Después llamá, a ver si te apagamos el fuego, gil!
Fernández los deja atrás y pisa el acelerador por una larga avenida, sombreada por antiguos eucaliptus. A las 6:15 debe detenerse porque hay un corte: se trata de los ocupantes de un predio baldío. Han incendiado dos neumáticos y baten el parche de tres bombos, en acción de protesta porque un juez insensible los quiere desalojar. Hay hombres encapuchados, armados de palos y piedras. También mujeres con bebés en brazos, niños de toda edad y perros. El predio con las chozas de cartón se ve a unos 100 metros, custodiado por la policía, que también ha determinado el corte del tránsito, formando una nutrida fila de vereda a vereda. Fernández se acerca lentamente con su auto. Un oficial se le aproxima, ceremonioso.
– Señor oficial, déjeme pasar. Tengo que ir a trabajar. Se me hace tarde.
– No puedo, amigo. Desvíese, busque otro camino. Tengo órdenes de custodiar este corte para no criminalizar la protesta social. Circule, señor. Estoy cumpliendo con mi deber. No me comprometa, señor.
Fernández da marcha atrás y retoma, al igual que otros furiosos automovilistas. Su cabeza empieza a funcionar más rápido: debe encontrar un camino apto: tal vez la avenida Rivadavia. ¿Subir a la autopista en Liniers?
A las 6:32, como un ratoncito acorralado, Fernández se encuentra en pleno atascamiento. Ni siquiera sabe el nombre de esa calle, porque los carteles han sido arrancados, pero está en el límite de la ciudad de Buenos Aires y la Provincia.
– Somos los héroes de las Malvinas, men . A ver si das una mano (lo apura un señor de fuerte aliento alcohólico). Sus compañeros se distribuyen a todo lo ancho de la calle, requiriendo dinero a los otros automovilistas. En este caso, Fernández entrega diez pesos. Luego saltan ágilmente, ante los autos embotellados, dos acróbatas de 15 años que practican el sencillo truco de mantener tres bolas en el aire. Son de la Escuela de Circo “Patria o Muerte”. Tras el breve número, los adolescentes pasan la gorra por la ventanilla de los autos. Son las 7:40.
– Tengo que llegar, tengo que llegar -masculla desesperado Fernández: avanza y retrocede bruscamente en movimientos cortos y luego retoma hacia atrás, con un chirrido de gomas. Mira por el espejo retrovisor y ve a unos desconocidos que le arrojan piedras.
– ¡Asesino! ¡Asesino! – Pero los gritos quedan atrás.
Son las 9 de la mañana. Sudoroso, perdida ya la apostura matinal, Fernández llega a su primer destino, un consultorio sobre la Avenida Nazca, ya dentro del territorio de la Capital. No hay estacionamiento. Después de recorrer 20 cuadras interminables, llega a un gran letrero donde se lee “Parking” en letras rojas. Pero un hombre que lleva la camisa fuera del pantalón, agitando un pañolón sucio, le sonríe tristemente:
– No hay lugar, no hay lugar.
Fernández no se dejará vencer tan fácil. Vuelve a la dirección inicial y allí encuentra un claro perfecto, junto a la acera, donde estaciona con hábiles maniobras. Una vez colocado el coche, pone punto muerto y baja.
– Te cuido el coche, papá – decide un muchacho que mastica un escarbadientes.
– Bueno…¿Cuanto es?
– Veinte pesos, papi.
– ¡Epa! ¿No es mucho?
– Más caro te va a salir si te lo rayan todo, papi.
– Comprendo. Bueno, tomá.
Media hora más tarde, cumplida su diligencia, Fernández vuelve a su auto. El cuidacoches no está por ninguna parte. Seguramente se fue a tomar un vino o dos con los veinte pesos. Fernández, satisfecho del deber cumplido, se sienta en su auto y prende el arranque. Al levantar la mirada, ve que tres muchachos armados de varas y tachos avanzan de frente hacia su automóvil. Parecen grandes bichos negros de punzantes antenas. Cree que lo van a atacar.
– ¡No, no, no! – exclama aterrado. Fernández ama a su auto más que a su mujer; los domingos lo lava, lustra y pule con ternura.
– Te limpiamos el parabrisas macho. Un toque.
– ¡No, no, no!
– Vamos, macho, soltá un dinero.
Sordos a sus reclamos, los tres muchachos pasan esponja y trapo por el parabrisas, se llevan sus diez pesos y se van.
Fernández vuelve a la ruta. Le faltan todavía ocho visitas. Pasará por infinidad de semáforos. A lo largo de su viaje se topará con dos payasitos de nueve años, una mujer con su niño dormido en brazos pidiendo por caridad en las ventanillas, varios piquetes armados de palos, numerosos héroes de las Malvinas y hasta unos jóvenes que dicen pertenecer a los Pueblos Originarios. Cada uno con su alcancía y su amenaza.
Fernández apenas interrumpe su jornada para comer un sandwich de chorizo en un dudoso chiringuito de la Costanera. El establecimiento no tiene agua, de modo que los chorizos nadan en un gran tacho de hojalata y de allí van directo a la parrilla. El patrón, con unas manos negras de grasa y carbón, arma el sandwich, ofrece una gaseosa tibia y chimichurri.
– Esta botellita es con ajo, esta es sin ajo. A mí me gusta con ajo, jefe pero eso es cuestión de cada uno. Sírvase.
El chorizo resultó buenísimo y Fernández se aleja agradecido porque pagó solamente diez pesos.
Después de tanto caminar, hay que llenar el tanque de nafta. Son cien pesos. El operario se ofrece generosamente a limpiar el parabrisas, que de todas formas está impecable porque ha sido fregado ya muchas veces, y recién entonces inicia Fernández su regreso a casa. Elige un camino despejado, aunque lleno de ladrones que esperan su oportunidad detrás de los árboles, y prende la radio para escuchar opiniones políticas, reportajes de actualidad, las conclusiones de un día más en la ajetreada vida de la ciudad y el país.
Inevitablemente se encuentra con un embotellamiento a las 18 horas, y más tarde una marcha de desocupados que exigen Justicia con grandes carteles. Algunos golpean el capot del Corsa con furia. Uno de ellos, tal vez achispado, le grita:
– ¿Qué te pasa, oligarca? ¿Estás apurado?
Pero al cabo de una hora el camino vuelve a liberarse y Fernández enfila raudo hacia su discreta casita suburbana, donde lo esperan su mujer y sus hijos. Mientras escucha los afilados análisis políticos, algo parecido a la felicidad comienza a brotar de su interior. Es que va ligero, con la ventanilla abierta, en mangas de camisa, meditando sobre un día fructífero: a pesar de todos los impedimentos, consiguió trabajar.
Y hay algo más: lo han llamado “oligarca”. Mientras entra, con noche de luna, en su barrio, oliendo jazmines y mirando a derecha e izquierda (el momento de la llegada a casa es el más peligroso, por los asaltos a mano armada) el señor Fernández piensa que, en efecto, tiene algo de aristócrata. Posee una casa y un auto. Por eso lo persiguen los policías de tránsito, cazadores de multas, y lo hostigan los desheredados del mundo. Fernández es ri-co.
Baja del auto, se desespereza y pone la llave en la cerradura. Se siente un Anchorena, un Pereyra Iraola, un Alzaga Unzué. ¡Oligarca, le han dicho! Como todo argentino, sueña que es un estanciero que posee infinitas hectáreas de pampa húmeda y que se embarca para pasar medio año en París, llevando a bordo la vaca lechera: ¿Por qué no? Es bueno tomar un desayuno natural, por la mañana.
Modestamente, uno ha llegado.